Perros perdidos sin collar, de Gilbert Cesbron, fue una novela que tuvo un gran éxito en los años cincuenta y sesenta: vendió varios millones de ejemplares.
Ambientada en la Francia posterior a la segunda Guerra Mundial, presenta las vidas de unos niños huérfanos, o pertenecientes a familias que viven en condiciones miserables, a veces delincuentes, y de las personas que los tutelan: jueces, médicos, policías, asistentes sociales, cuidadores de los orfanatos.Uno de sus protagonistas es el juez Lamy del Tribunal de Menores.
Queda claro que el autor procura ser ecuánime a la hora de hablar del sufrimiento de los más pobres y a la hora de combatir las actitudes de superioridad de los que no tienen problemas y se consideran autorizados a juzgar a los otros.
Estos días que vuelvo a reencontrar familias de antiguos alumnos que conocí de joven, me recuerda esa patina calvinista de algunos de ellos: piensan que Dios les bendice en su riqueza, y en unos hijos que se parecen muchísimo unos a otros , y ellos a otras familias.
El juez Lamy, al final, resume su modo de actuar en algunos consejos que transmite a quien le sustituirá en el Tribunal de Menores: «Juzgue usted siempre al niño por lo que es y no por lo que ha hecho»... «tenga usted paciencia para resolver los casos uno por uno»... «dé la sensación siempre de mirar por el niño: ¡respete hasta su vanidad!... ¡Siente tal necesidad de crecer! Y no se crece sin romper la cáscara.... No diga usted nunca: ¡Éste merece salvarse...! Todos tienen derecho a ello; ¡y usted tiene el deber de salvarlos a todos, uno por uno...!... ¡Hacen el mal, pero sueñan con el bien... esté usted seguro!».
Me ha gustado mucho esta entrada. Eso de "hacer el mal pero pensando hacer el bien" resulta consolador, ... me viene bien: cada día me encuentro personajes a los que seguramente se puede aplicar el cuento.
ResponderEliminarTomo nota del libro.